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Santa Marta

Patrimonio histórico

 

Como parte de la reforma del centro histórico de Santa Marta, se llevó a cabo una ambiciosa campaña de recuperación del espacio público que transformó de manera radical el parque San Miguel, donde se encuentra el cementerio del mismo nombre. La transformación del parque cambió también la vida de sus habitantes, y entre ellos, la de las floristas del cementerio.

 

Santa Marta

La vida junto al cementerio

 

De norte a sur
Hay que caminar de norte a sur.

 

El parque San Miguel, en el centro histórico de Santa Marta, es un perfecto rectángulo flanqueado al oriente y al occidente por casas de habitación y locales comerciales, pero lo interesante sucede si uno camina del norte al sur. El flanco norte del parque está ocupado por un edificio de paredes ocre y amplias ventanas de marco blanco, un blanco luminoso como el de las columnas que adornan la fachada: es un colegio. El Instituto de Educación Hugo J. Bermúdez ocupa un espacio que en el siglo XIX fue cárcel y luego, a partir de 1891, la Escuela de Artes y Oficios. En el flanco sur del parque, un muro pequeño de color blanco y ocre sostiene una reja negra que separa el mundo de los vivos del de los muertos: es el Cementerio San Miguel, cuyo portón lo lleva a uno por un corredor de suelos ajedrezados hasta la capilla de las últimas despedidas. Y lo que me impresionó fue esto: uno puede trazar una línea recta desde la puerta del colegio a la puerta del cementerio, desde la fachada ocre con adornos blancos hasta el muro blanco con adornos ocre.

 

En otras palabras, es posible hacer un recorrido con las siguientes paradas: la puerta por donde los niños del colegio salen a jugar a la hora del recreo, el parque infantil con estructuras de madera para los más pequeños, la cancha de fútbol pavimentada para los niños más grandes y los adolescentes, las astas donde los mejores alumnos izan la bandera, las mesas de ajedrez donde los mayores juegan (no ajedrez, sino dominó) y, al final de todo el recorrido, el cementerio.

 

 

Juan Gabriel Vásquez

Nació en Bogotá en 1973. Es autor de cuatro libros de ficción,entre ellos El ruido de las cosas al caer (Premio Alfaguara 2011, English Pen Award 2012, Premio Gregor von Rezzori 2013) y Las reputaciones.

 

Sus libros se han publicado en dieciséis lenguas.Es columnista de El Espectador y haganado dos veces el Premio Nacionalde Periodismo Simón Bolívar. En 2012ganó en París el Premio Roger Cailloispor el conjunto de su obra.

 

Juan Gabriel Vásquez

Y por eso este parque podría llamarse El Camino de la Vida (si uno se sintiera cursi) o El Destino Inevitable (si uno se sintiera filosófico). Pero no: se llama parque San Miguel. Y está lleno de gente, y de historias. He venido a Santa Marta para que me las cuenten.

 

La tierra incendiada

 

En realidad, he venido para ver de primera mano lo que ha pasado con el centro histórico. Como todos los visitantes (y, acaso, como todos los residentes), yo fui testigo en los últimos años del deterioro de la zona: las casas derruidas, las aceras invadidas por donde era imposible caminar, el tráfico ensordecedor que dejaba un aire viciado… Santa Marta, como tantas otras ciudades colombianas, le había dado la espalda a su ciudad vieja.

—Además, el centro de Santa Marta queda cerca de un mercado y al puerto. Y eso, con los años, trajo ciertos problemas. Prostitución, por ejemplo, como en todos los puertos del mundo. Comercios informales. Esas cosas.

 

Esto me lo explica Julián Camacho, un tunjano de nacimiento y bogotano por adopción que lleva dos años viviendo en Santa Marta y que es uno de los autores intelectuales del actual estado de las cosas. “Todo comenzó con un plan del Ministerio de Cultura”, me explica. Se refiere al Plan Nacional de Recuperación de Centros Históricos −todo con las mayúsculas bien puestas−, que involucró a nueve ciudades pero comenzó aquí, en Santa Marta. Se convocó a un concurso; la propuesta de Camacho y su firma de arquitectos resultó ganadora. “Nos eligieron”, dice Camacho, “porque nos enfocamos en un tema que los demás habían pasado por alto: resolver necesidades básicas de salubridad como drenaje, alcantarillado y una propuesta paisajística para hacer microclimas en el centro histórico. Se trataba de darle la vuelta a la ciudad, de que volviera a mirar hacia su centro. Eso fue lo que hicimos en el parque Bolívar, en el parque Santander y en el parque de San Miguel”.

 

Le digo que ya he estado allí; le hablo del cementerio, del camino que puede trazarse del colegio al cementerio. “San Miguel era importante para nosotros”, dice Camacho, “porque es un lugar ritual: el rito ceremonial del entierro. La intención en algún momento fue hacer un callejón que enmarcara la entrada del cementerio. Lo único que faltó fue la iluminación. El parque en sí quedó totalmente reformado. Pero en general falta todavía una buena parte de las obras. Cuando todo esté terminado, se va a ver bien cómo cambia la vida del centro. Eso sí: no ha sido fácil llevar adelante el proyecto”.

—¿Qué ha sido lo más difícil? —le pregunto.

—Bueno, lo más difícil fue arrancar —dice Camacho—. La comunidad se opuso. La gente que iba a tener la calle rota durante cinco meses no sabía de qué se trataba todo ni para qué se hacía. Nos pararon la obra al segundo o tercer día. Fue muy duro, pero al final el proyecto arrancó. La gente vivía de los parqueaderos, dejaba el carro en la casa… Estaban acostumbrados a otra cosa.

 

Se refiere, justamente, a lo que más me ha interesado: la transformación de la calle 19 −también llamada calle Tumbacuatro− en vía peatonal. Lo primero que hice al llegar a Santa Marta fue llegar al parque Santander −también llamado parque de los Novios: en Santa Marta, parece, todos los lugares tienen dos nombres−, y tomar la calle 19 hacia el oriente: es un trecho largo que cruza el parque San Miguel justo en frente del colegio y que termina varias cuadras más allá, en la Avenida del Ferrocarril.

 

En otros tiempos, la calle 19 pertenecía a los carros, no a los peatones, y en ella, según recuerdo, hasta respirar era difícil. No todo el mundo está de acuerdo, claro: cerca del parque de los Novios, una señora de edad sentada en su terraza se queja de que ahora el carro la deja a media cuadra de su puerta, en vez de justo enfrente; más abajo, un parqueadero −el cobertizo lleva la leyenda “Por favor no roben, la desencia no pelea con nadien”− ha debido conformarse en los últimos años con motos y bicicletas. Pero yo veo una calle cuyos dueños son quienes la caminan: trabajadores, turistas que salen de hoteles nuevos, clientes de los locales comerciales: de esa distribuidora de lotería, de esa panadería donde ahora la gente se toma una gaseosa sin respirar al tiempo los humos de los exhostos, de ese nuevo café o esa librería cristiana o esa pequeña oficina de abogados con las ventanas abiertas de par en par. Todos trasegando los adoquines rojos que son una suerte de seña de identidad de la nueva calle 19 y que yo nunca había visto en Santa Marta.

—Ah, sí, los adoquines rojos —me dice Julián—. Eso también fue difícil. Que los aceptaran. Los veían como una cosa bogotana, o en todo caso del interior.

—¿Y por qué los escogieron?

—Bueno, en la propuesta había toda una simbología: cuando uno está viendo un atardecer, y el sol se está metiendo en el horizonte, siente como si el suelo fuera candela, como si el calor estuviera saliendo de la tierra. Lo mismo pasa con el adoquín rojo: da esa impresión. Es como si la tierra de Santa Marta estuviera incendiada.

 

Y luego me explica en detalle −en detalles de diseño y de ingeniería− los problemas de drenaje de la calle 19: cómo la pendiente del centro histórico no cumple los estándares necesarios para un drenaje por superficie, cómo tuvieron que construir canales que van por debajo de los andenes, cómo eso impidió la arborización que había prevista, cómo el nuevo alcalde se desentendió de las reformas, abandonando de nuevo el centro a su suerte o, en palabras de Camacho, “dejando el proyecto huérfano”.

 

Lo oigo con paciencia, pero solo puedo pensar en los adoquines rojos: en la tierra incendiada de la ciudad por la que he estado caminando, la tierra incendiada que me llevará más tarde de regreso al parque San Miguel y a sus habitantes y a las historias que cuentan esos habitantes.

 

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