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La Miel en Norcasia

En las montañas de los ríos dulces

 

Escritor y periodista nacido en Medellín en 1958. Entre sus libros más conocidos están Angosta (2004), Fragmentos de amor furtivo (1998), Tratado de culinaria para mujeres tristes (1994) y El olvido que seremos (2006). Por este último, traducido a una decena de lenguas, recibió premios en Portugal y Estados Unidos. Escribe habitualmente para El Espectador, donde trabaja como columnista y cronista, pero también es colaborador de otros periódicos como El País de Madrid y el NZZ de Suiza. Ha sido también traductor del italiano, editor de libros, bibliotecario y librero.

 

En el centro de Colombia, un poco desplazado hacia el norte e inclinado a la izquierda −como le corresponde al corazón de un país− hay un territorio oscuro y montañoso que parece un agujero negro abandonado de Dios y de los hombres. Durante parte de la Colonia y el primer siglo y medio de la República, esas tierras quebradas tuvieron su importancia porque eran atravesadas, primero por el camino real y luego por la carretera que unía las dos primeras ciudades del país: Bogotá y Medellín. Después todo se vino abajo y la región se sumió en la soledad y el olvido.

 

Si miran un mapa y trazan una línea recta entre la capital de Antioquia y la de Colombia, verán que esa línea pasa por Sonsón y sigue hacia el sur por el oriente de Caldas, tocando a Norcasia y La Dorada. Arrieros, colonizadores, comerciantes y viajeros bajaban al río Magdalena por esa ruta de la cordillera Central, para volver a remontar las montañas hacia la capital, por las estribaciones de la cordillera Oriental, y durante decenios lo hicieron también los camiones y los buses que iban de Medellín a Bogotá y viceversa, transportando mercancías y personas. Pero cuando se trazó y terminó la llamada autopista Medellín-Bogotá, que pasa más al oriente, estas tierras quedaron aisladas del mundo y abandonadas a su suerte. Hoy, entre Sonsón y Norcasia (8 horas de camino por la misma carretera destapada y descuidada que se usaba hace un siglo) hay un solo medio de transporte para los campesinos: un bus de escalera que baja de Sonsón por la mañana y vuelve a subir por la tarde, desde La Dorada, una vez al día, en un único trayecto de ida y vuelta, y nada más. El resto del tiempo, en esa carretera, espantan.

 

Como el Gobierno no volvió a interesarse en esos pueblos ni en esas tierras, los poderes sanguinarios e informales se apoderaron de ellas, y prácticamente la mitad quedó en manos de la guerrilla y la otra mitad en manos de los paramilitares. Mientras la guerrilla vacunaba, secuestraba, reclutaba y mataba en las zonas altas y boscosas de la cordillera, desde Berlín hacia arriba, hasta Sonsón (que era el territorio de Karina y de Iván Ríos), los paramilitares vacunaban, desplazaban, mataban y se apoderaban de tierras de Berlín hacia abajo, pasando por Norcasia y hasta el río Magdalena, en las partes más llanas, fértiles y calientes (donde estaba y en parte sigue estando el territorio de Ramón Isaza y su secuaces, ahora dedicados a la minería ilegal). En Berlín, pues, que era y sigue siendo corregimiento de Samaná, Caldas, estaba la frontera entre los dos grupos armados.

 

 

 

Héctor Abad Faciolince

Escritor y periodista nacidoen Medellín en 1958. Entre sus librosmás conocidos están Angosta (2004),Fragmentos de amor furtivo (1998),Tratado de culinaria para mujerestristes (1994) y El olvido que seremos(2006).

 

Por este último, traducido auna decena de lenguas, recibió premiosen Portugal y Estados Unidos.

 

Escribehabitualmente para El Espectador,donde trabaja como columnista y cronista, pero también es colaborador de otros periódicos como El País de Madrid y el NZZ de Suiza. Ha sido
también traductor del italiano, editor de libros, bibliotecario y librero.

Héctor Abad Faciolince

En medio de estos dos poderes sanguinarios, casi como un gueto de civilización y orden enclavado en la montaña, estaba el proyecto hidroeléctrico del río La Miel, en las afueras de Norcasia, este pueblo caldense que cuando se empezó a construir la presa no era siquiera municipio.

 

Interpuesto entre el territorio de la guerrilla y el de los paramilitares existía ese enclave vigilado y protegido, el embalse y la central de máquinas, que generaba empleo y orden, y quizá por eso mismo en el territorio de frontera no se dieron casi nunca enfrentamientos directos. La Central era el límite pacífico y funcional entre dos zonas de influencia disfuncional, violenta y perniciosa. Ese acuerdo tácito de no agresión permitió que la hidroeléctrica funcionara, pero dejó también que los poderes ilegales se afianzaran cada uno en su territorio, con lo cual los campesinos −cuando no podían entrar a trabajar a la Central, pues allí no había puesto para todos− quedaron a merced de uno u otro grupo violento.

 

que la pesca ha bajado tanto −hasta tal punto que hay quienes dicen que desaparecerá por completo en pocos decenios− no saben adónde mirar. Los pobladores de los caseríos −rodeados de haciendas gigantescas− no disponen de tierra donde poder cultivar siquiera lo básico: la yuca, el plátano y el arroz para comer. Y si hay algún foco de protesta, los terratenientes conforman grupos de autodefensa, por temor a perder la más pequeña fracción de sus tierras. Aquí el miedo no se ha roto por completo, y la influencia de la Central llega ya atenuada, con menos presencia y fuerza que cerca de la represa.

 

Este hermoso territorio, este agujero negro en el puro corazón de Colombia, cuando llega a las llanuras del Magdalena Centro, cambia de clima y de temperamento. Hay mucha música, cierta alegría exterior, pero también mucho desánimo y falta de ideas para encarar el futuro. Ojalá las Centrales que se hagan en adelante no piensen tan solo en el agua que las nutre, aguas arriba, sino también en las consecuencias de lo que devuelven a su cauce natural, aguas abajo.

 

La riqueza benéfica de los ríos dulces, que se puede palpar más arriba, al acercarse al Magdalena se va disipando, y al llegar a él −la vieja arteria sucia de nuestra república− ya casi ha desaparecido por completo. Si un caso como el de la familia de Fabiola Velandia lo llena a uno de esperanza, la cara triste y desamparada de los pescadores de Bellavista −inciertos hacia el futuro que les espera−, con sus niños barrigones y atónitos, nos devuelve a la dura realidad de las dificultades y las injusticias que no parecen tener solución, o al menos no muy pronto.

 

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