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Primero

La guerra

 

Cuenta Elvia Rosa Ramírez −ese es su nombre verdadero, pero podría ser otro cualquiera− que ni siquiera sabía que estaba empezando a ser una desplazada. Que vivía en su parcela a las afueras de un pueblo en el Eje Cafetero, con sus dos hijos y su marido. No eran ricos pero tampoco les faltaba nada: ni la comida, ni el amor ni un par de vacas a las que ordeñaba todas las mañanas a las 5, con el sol aún oculto entre las montañas, la niebla fría descorriéndose como un velo por la hondonada. Y muchas frutas: guayabas, nísperos, mamoncillos, guamas: la verdad es que no les faltaba nada, ni siquiera un perro ni un burro ni un gallo, nada. Los niños iban al colegio mientras ellos se quedaban a labrar la tierra, en la casa o en un cafetal vecino. Su familia de otra parte cerca sí había sido víctima de la violencia, pero la verdad es que ellos no; antes no. A un tío suyo sí lo mató la guerrilla y otros dos tuvieron que huir porque los estaban vacunando. Pero había sido hacía un tiempo ya, y eran casi dos años de calma y de trabajo sin que nada pasara. Hasta que llegaron los paras.

Juan Esteban Constaín

Nació en Popayán en 1979. Es historiador y novelista, y ha escrito seis libros, entre ellos uno de relatos, Los Mártires, y dos novelas históricas, El naufragio del Imperio y ¡Calcio! En la actualidad, y desde hace tres años, es columnista del periódico El Tiempo. 

Juan Esteban Constaín

Bogotá

Jardín Infantil La Alameda

 

El Jardín Infantil La Alameda es un proyecto de la localidad de Santa Fe, en Bogotá, llevado a cabo gracias al apoyo de Fonade. Se trata de un colegio para niños y de un esfuerzo por rescatar el entorno social del sector, abriéndoles un espacio de felicidad y aprendizaje a los hijos de quienes allí viven y trabajan: en muchas ocasiones desplazados por la violencia, y en otras tantas trabajadoras sexuales del lugar que son también madres cabeza de familia. Es una historia de superación y de esperanza; de esperanza en el presente y también en el futuro.

 

En el corazón de Bogotá

Un jardín para la vida

Y en vez de intimidar a la gente o sacarla a rastras de su casa, como uno pensaría que hicieron siempre esos oscuros y perversos suplantadores de la seguridad y del Estado, su estrategia fue muchísimo peor, más eficaz y peligrosa: mandaban mensajes a los jóvenes de la zona para que se incorporaran a sus filas como combatientes o delatores, con un anzuelo que allí resultaba imposible de rechazar: una moto o un carro, lo que el muchacho quisiera. Y las niñas podían “aplicar” para ser las novias o las compañeras de los jefes y de la tropa, todo según una férrea jerarquía digna de mejores causas.

 

Así que al colegio donde estaba el hijo de Elvia Rosa también llegaron esas notas anónimas prometiendo el paraíso, y fueron poquísimos los que pudieron negarse a los halagos del diablo. Claro: tampoco eso era fácil, claro que no, pues ese método empalagoso y venal de conquistarse a los niños del lugar tenía una segunda etapa mucho más dura que esa primera de espejismos y dádivas y cantos de sirena. Y entonces el que no quería quedaba avisado, bajo la sospecha de estar colaborando con el otro bando. En esta guerra todos alguna vez somos o seremos o fuimos del otro bando; esa es la marca de fuego de la violencia colombiana desde sus orígenes en el siglo XIX: el sectarismo y la maldición de no poder vivir tranquilos porque siempre habrá quien nos crea su enemigo.

 

Elvia Rosa empezó a sentirse incómoda en ese lugar que durante toda su vida había sido el suyo. No sabía de otro en el mundo, de hecho, y en su propia casa fue sintiéndose como una extraña: como una exiliada que en vez de irse tiene que quedarse, a la fuerza, despojada de lo suyo que aún la rodea y ya no le pertenece. Ella (ellos: su esposo y sus hijos también) trató de mantenerse al margen, haciendo todos los días lo que siempre había hecho: levantarse antes que el sol a ordeñar sus vacas mientras los muchachos bajaban al colegio por un sendero desde el que se oía, y aún se oye, al menos ella lo oye todavía por las noches, se lo imagina y lo sueña, el rumor de una quebrada, la crepitación del agua salpicando los cafetales.

 

El padre araba la tierra, día y noche. Hasta que un día un comandante los visitó para decirles que sabía que ella también era voluntaria como enfermera en el puesto de salud, los jueves por la tarde. Que allí ponía inyecciones porque era la única que sabía hacerlo. Les dijo que se había enterado de que ella había pedido que la trasladaran, que quería seguir ayudando pero en otro lugar, mientras más lejos mejor. “Mejor quédese donde esta señora”, le dijo el tipo con todo el poder y la infamia de su uniforme y de sus armas, mejor no se mueva de aquí porque no respondemos. No respondo.

 

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